Esta Navidad, a ‘arrodillarse en adoración silenciosa’

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Los siguientes son extractos del mensaje de Navidad del cardenal Mauro Piacenza, presidente de Ayuda a la Iglesia Necesitada.

LA PANDEMIA que aflige al mundo entero nos impedirá este año encontrarnos en persona en ese ambiente navideño siempre tan cálido y entrañable, por lo que debemos resignarnos a encontrarnos a través de los medios electrónicos. No obstante, nuestros sentimientos siguen siendo los mismos, al igual que la oración mutua en la que expresamos nuestros saludos recíprocos.

Cardenal Mauro Piacenza
Cardenal Mauro Piacenza

En Navidad, Jesús repite en su persona, desde la cuna, a todos los cristianos y a todos los hombres, estas solemnes palabras “¡Calma y sabed que yo soy Dios!”. En el Evangelio de San Juan oímos a menudo a Jesús utilizar el “Yo soy” de Dios. Una afirmación tan solemne y tan monumental: “Yo Soy”. Tiene todo el derecho a hacerlo. Él es el Hijo, ¡solo Él! Mientras que nosotros somos hijos e hijas, en el Hijo. No son palabras de alguien que suplica, que busca nuestra creencia y reconocimiento, como los muchos pseudoprofetas y fundadores de religiones falsas y necias que abundan en el mundo actual. Son palabras de autoridad: “¡Sabed que yo soy Dios!” No dice, créanme, por favor, escúchenme; en cambio, dice: “¡Sepan!”. Tanto si quieres oírlo como si no, creerlo o no, ¡Yo Soy Dios!

Seamos, pues, los primeros en acoger, de rodillas, esta palabra imperiosa que se pronuncia en Navidad, corroborada por la fe bimilenaria de la Iglesia. Abracemos esta verdad que el Concilio de Nicea colocó en el candelabro del Símbolo de la Fe para siempre, la verdad por la que todo el cristianismo se mantiene o cae. Acojámosla como nos enseña la Biblia y, siguiendo el ejemplo que nos dio la Santísima Virgen María, hagámoslo en silencio, en adoración silenciosa.

“Quedémonos en calma” y, si es posible, tomemos, por así decirlo, unas “vacaciones”, aunque sólo sea por una hora, de todas las cosas materiales de la Navidad, para poder saborear esta verdad en toda su profundidad. Dios se ha despojado de su majestad soberana, ya no es de temer, como lo era a veces en el Antiguo Testamento. Ya no quiere infundirnos miedo, porque ahora es Emanuel, Dios-con-nosotros.

Pero para los que son capaces de discernirlo, hay un nuevo atributo en esta, su teofanía definitiva, algo que debería llenarnos de asombro y dejarnos sin palabras, más que todos los truenos, los relámpagos y el humo ascendente del Sinaí. Y eso es la humildad, hablo de la humildad, que es el gran cántico de la Navidad. Y seguro que si aplicáramos esta virtud de la humildad todos los días en nuestras relaciones con los demás, tendríamos siempre paz en nuestros corazones, en nuestras familias, en la sociedad, en el trabajo, en la política, en todas partes, porque HUMILITAS OMNIA RESOLVITE, por citar el lema de San Carlos Borromeo, cuyo icono tengo justo detrás de mí, porque fue un gran confesor. Humilitas omnia resolvite. La humildad lo resuelve todo.

Por otra parte, el Niño Jesús vino a resolver todos los problemas enmarañados de la humanidad, tanto en nuestra vida personal como en la vida de la sociedad. “¡Ved, hermanos, la humildad de Dios!”, exclamaba San Francisco en una carta, y en la ciudad de Greccio se deshacía en lágrimas de alegría ante el pesebre que con tanto amor y abnegada creatividad pastoral había construido, ese Belén que hacemos bien en recrear en todas nuestras iglesias, en nuestras casas, en los lugares de trabajo, allí donde no nos lo impida la intolerancia de la “tolerancia”.

Celebramos verdaderamente la Navidad si somos capaces de hacer hoy, a distancia de milenios, lo que habríamos hecho de haber estado presentes allí, en ese día bendito. Si hacemos lo que María nos enseñó a hacer: arrodillarnos en adoración silenciosa.

Con estos pensamientos les envío mis más cordiales deseos a todos y un afectuoso recuerdo en mis oraciones por cada uno de vosotros.

Y he aquí el mensaje del Dr. Thomas Heine-Geldern, presidente ejecutivo de ACN.