Granjas de la Esperanza. “No hay mejor venganza que el amor”
VIVIR CON LA ADICCIÓN es un infierno, no solo para el adicto, sino también para su familia. Las Granjas de la Esperanza (Fazendas da Esperança) buscan dar una respuesta a este sufrimiento. Fundada por primera vez en Brasil, hay 139 granjas en 22 países. Analía Rodríguez es argentina y está a cargo de las granjas de Chile, Argentina y Uruguay. Ayuda a la Iglesia que Sufre apoya desde el principio este magnífico trabajo. En una entrevista en el programa semanal Donde Dios Llora, producido por Ayuda a la Iglesia que Sufre, comparte su desgarradora historia.
“Mi hermano ya había tenido otras experiencias tratando de superar la adicción, que no fueron buenas. Luego, fue a una Fazenda en Brasil y regresó con un grupo de misioneros para abrir la primera Fazenda en Argentina. Él sabía lo que estaba pasando en nuestra casa, y especialmente conmigo; fui abusada sexualmente desde los 14 años por mi padrastro. Ya tenía un niño de 7 años como resultado de ese abuso, y estaba embarazada de nuevo. Pensé que mi vida siempre sería así”.
“Entonces mi hermano vino a la casa y me dijo que tenía algo para darme, que no era dinero, no era una casa; era algo que lo había sacado de las drogas, era Dios. Una esperanza nació dentro de mí entonces porque la vida que estaba viviendo no era la vida que quería vivir”.
“Cuando llegué a la Fazenda, no era la persona que soy hoy. Llegué allí vacía, sin dignidad, sin autoestima, sin ningún objetivo o dirección en la vida. Estaba en el mundo porque no había otro en el que vivir; había intentado suicidarme en varias ocasiones. No era ni drogadicta ni alcohólica, pero hoy entiendo que la drogadicción en las personas es un efecto secundario, que las heridas son anteriores al abuso de las sustancias”.
“Lo que me ayudó dentro de la Fazenda fue la espiritualidad. No sabía nada de eso; fui porque tenía que salir de mi casa o morir allí, esa era la única razón. Hoy puedo ver el camino de Dios en mi vida, pero primero no sabía rezar, ni siquiera sabía leer bien, solo llegué a 7° grado en la escuela. En la Fazenda vi cómo los jóvenes trataban de poner en práctica la Palabra de Dios, y esto realmente me fascinó”.
“Por ejemplo, los viernes teníamos una sesión de ‘comunión de almas‘, en la que alguien hablaba de sus sentimientos. Para mí esas sesiones eran muy poderosas, porque la gente hablaba del sufrimiento que habían pasado. La Palabra nos inspira a amar de manera concreta, y ellos decían: ‘Trato de amar más allá del dolor…‘. Yo me pregunté, ¿cómo pueden vivir así? No pude hacerlo, porque el dolor me abrumaba, los recuerdos, las pesadillas: ¿por qué me pasó a mí? Estas preguntas no me dejaban en paz”.
“Me confesé con un obispo que apoyaba a las Fazendas en Argentina. Era la segunda vez que me confesaba. Le dije: ‘Quiero vengarme, porque no es justo, no es justo. No le hice daño a nadie‘. Y él me dijo: ‘No hay mejor venganza que el amor. Debes perdonar‘. Yo le respondí: ‘Pero ¿por qué debo perdonar? Son las otras personas las que deben pedirme perdón‘”.
“Lloré todo el día porque vi cuánto había perdido de mi vida. Tenía 26 años y no había tenido adolescencia; no había vivido mi infancia. Y me dijo: ‘Si estás aquí, aunque no lo entiendas hoy, es porque Dios te ha traído. Él quiere algo bueno para ti y tienes que empezar a amar. Tienes que dejar de preguntarte por qué, o por qué deberías estar llorando. Tienes que empezar a vivir hoy‘”.
“Y yo empecé a hacer justamente eso. Me esforcé mucho, porque era una lucha con los pensamientos que seguían invadiendo mi mente, los recuerdos, pero recordé lo que aquel obispo me había dicho: ‘vive el presente‘. Y empecé a experimentarlo, viviendo el presente, amando, pensando amablemente en los demás, y empezó a crecer el deseo de perdonar a mi madre, y de perdonar a este hombre que no sabía lo que hacía”.
“La vida en las Fazendas se basa en 3 pilares: la espiritualidad, que es el aspecto fundamental; luego el trabajo; y la vida en comunidad. Espiritualidad, porque nos ayuda a reconciliarnos con nosotros mismos y con Dios. La dolorosa experiencia personal, como la de tantos jóvenes, nos ha hecho perdernos a nosotros mismos, perder todo sentido de pertenencia”.
“Después, el trabajo: te devuelve la dignidad, te ayuda a saber que eres útil, te ayuda a empezar a formar nuevos hábitos y a saber que lo que comes ese día es el fruto de tu propio trabajo; sales a trabajar en el jardín, a plantar cosas, o a trabajar en la panadería, y el pan que comes es el que tú mismo has hecho; lo que come tu familia en la comunidad es el fruto de tu duro trabajo. Y en el compartir comunitario aprendes a vivir contigo mismo y con los demás, lo cual es algo que nunca conocimos fuera”.
“Hoy entiendo que cada persona que viene es un Cristo sufriente, como lo fui yo un día cuando llegué. Yo era este Cristo que sufría y que fue acogido y amado, sin preguntar por el sufrimiento que había detrás. Hubo muchas otras experiencias como la mía, y aún más dolorosas. Cuando te reúnes, charlando y compartiendo tus experiencias mientras trabajas, mientras limpias o cocinas, aprendes sobre todo tipo de experiencias dolorosas”.
“Pero el mero hecho de querer vivir el momento presente, al que Dios nos llama, es lo que hace que ocurra el milagro, el milagro que Él desea para cada persona. Solo la gracia de Dios, en los eventos diarios en los que estamos involucrados, puede hacer esto posible. Pero Él no es simplemente un Dios para leer o estudiar, sino un Dios con el que debemos vivir”.
En los últimos 10 años, Ayuda a la Iglesia que Sufre ha apoyado el trabajo de las Fazendas en 16 países diferentes, con 68 proyectos, por un total de más de 4,7 millones de dólares.
—María Lozano