Meditación para el Adviento del Cardenal Piacenza
Por el Cardenal Mauro Piacenza
“Concede a tus fieles, te rogamos, Dios todopoderoso, la resolución de salir al encuentro de tu Cristo con obras justas en su venida” (Colecta, I domingo de Adviento).
Tal vez algunos de vosotros hayáis tenido la experiencia de caminar durante kilómetros en la noche oscura, con la mirada fija en una luz lejana, que en cierto sentido representa nuestro hogar. ¡Qué difícil es medir la distancia en la oscuridad! Nuestro destino puede estar a varios kilómetros de distancia, o tal vez a solo unos cientos de metros.
Esta era la situación en la que se encontraban los profetas cuando miraban al futuro, esperando la redención de su pueblo. No podían decir, ni siquiera con una aproximación de cien o quinientos años, cuándo vendría el Mesías.
Y cuando el Mesías llegó, eran pocos los que realmente lo esperaban. “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1,11). Solo sabían que un día volvería a florecer la estirpe de David, que en una época venidera se encontraría una “llave” para abrir la puerta de su prisión, que la luz que entonces veían como un tenue destello en el horizonte un día estallaría y se convertiría en pleno día. El pueblo de Dios debía simplemente perseverar en la espera.
Pero hubo muchos que se dejaron abrumar por el sueño, precisamente cuando estaba a punto de producirse el acontecimiento más importante de sus vidas y de la vida del mundo. “Permaneced despiertos”, nos dice el Señor. “Ha llegado la hora de que despertéis del sueño”, repite San Pablo (Rm 13, 11). Porque también nosotros podemos olvidar a veces la verdad fundamental de nuestra existencia. “Me alegré cuando les oí decir: “¡Vamos a la casa del Señor! Y ahora nuestros pies están dentro de tus puertas, Jerusalén'”. Nuestra Santa Madre Iglesia nos recuerda, con cuatro semanas de antelación, que nos preparemos una vez más para la Santa Fiesta de la Navidad, pues al recordar el primer Adviento en el mundo del Dios-hecho-hombre, nos preparamos también para las otras venidas de Dios: al final de nuestras vidas, para cada uno de nosotros, y al final de los tiempos.
Por eso el Adviento es tiempo de preparación y de esperanza. “Ven, Señor, y no tardes”. Preparemos el camino al Señor que ha de venir, y si percibimos que nuestra propia vida está nublada y no vemos con claridad la luz que brilla desde Belén, desde Jesús, ahora es el momento de quitar los obstáculos.
Si, en este tiempo presente, deseamos verdaderamente acercarnos a Dios, entonces examinaremos rigurosamente nuestra alma. Porque es aquí donde encontraremos a los verdaderos enemigos, que luchan incansablemente para alejarnos del Señor. Es aquí, de alguna manera, donde se encuentran los mayores obstáculos para nuestra vida cristiana, a saber: “los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida” (1Jn 2,16). La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos. No se limita puramente al ámbito de la sensualidad, sino que incluye también el sentido de la comodidad y la falta de rigor que nos inclinan a buscar el camino más fácil y agradable, a tomar atajos aparentes, incluso a costa de restar importancia a nuestra fidelidad a Dios.
Puesto que el Señor viene a nosotros, debemos prepararnos. Cuando llegue la Noche Santa, el Señor debe encontrarnos esperando, con el corazón dispuesto a recibirle. Y así debe encontrarnos también cuando vayamos a su encuentro al final de nuestra peregrinación terrena. Debemos reorientar el curso de nuestra vida, volver hacia ese Dios que viene a nuestro encuentro. Toda nuestra existencia humana es una preparación constante para este encuentro con el Señor, que está cada vez más cerca de nosotros. Pero durante el Adviento, la Iglesia nos ayuda de modo especial a pedir: “Señor, hazme conocer tus caminos, enséñame tus sendas. Guíame en tu verdad y enséñame, porque tú eres el Dios de mi salvación” (Sal 4).
Jesús dice a sus discípulos: “Mirad, velad y orad, porque no sabéis cuándo será el momento… Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al anochecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o por la mañana, no sea que venga de repente y os encuentre durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad”. (Mc 13, 33-37). Para mantener esta actitud de vigilancia en nuestra vida cotidiana, hay que saber luchar, porque todos tendemos a vivir con los ojos fijos en las cosas terrenas. La sobriedad como forma de vida nos ayudará a no perder nunca de vista la dimensión sobrenatural, que debe caracterizar todas nuestras acciones. San Pablo compara esta vigilancia sobre nosotros con la del soldado bien armado, que no se deja sorprender (cf Ef 6,14). También nosotros estaremos alerta si cuidamos de observar con diligencia la oración personal, que impide la tibieza y, a su vez, la muerte de nuestro sano afán de santidad. Estaremos alerta si no descuidamos esas pequeñas mortificaciones que nos mantienen abiertos a las cosas de Dios.
El gran San Bernardo nos dice: “Considera quién es el que viene, de dónde viene, a quién viene, con qué fin viene, cuándo viene y de qué manera viene. Esta es, sin duda, una curiosidad muy útil y digna de alabanza, pues la Iglesia no celebraría tan devotamente el tiempo de Adviento si en él no se escondiera algún gran misterio” (San Bernardo, Sermón sobre las seis circunstancias del Adviento, 1).
La Santísima Virgen María, nuestra Esperanza, que lleva en su seno al Niño Jesús, nos ayudará durante este tiempo sagrado a mejorar el estado de nuestras almas. Serena y recogida, espera el nacimiento de su Hijo, que es el Mesías. Todos sus pensamientos están centrados en Jesús, que pronto nacerá en Belén. Permaneciendo junto a ella, podremos disponer nuestra mente y nuestro corazón de tal modo que la venida del Señor no nos encuentre somnolientos o distraídos, sino tal como desearíamos estar si éste fuera nuestro último Adviento.
El Cardenal Piacenza es el Presidente de Ayuda a la Iglesia que Sufre – ACN.