Conquistando el odio con amor: 70º aniversario del “Milagro de Vinkt”
EL 27 DE MAYO DE 1940, en el pueblo de Vinkt, cerca de la ciudad belga de Gante, las tropas alemanas masacraron a 86 civiles. El padre norbertino Werenfried van Straaten, fundador de Ayuda a la Iglesia que Sufre, reconoció los peligros de una Europa dividida por el odio. Por eso, dedicó su vida a restaurar el amor, y el lugar de este crimen de guerra se convirtió, 10 años después de este terrible acontecimiento, en una escena de amor cristiano. Este mes se cumplen 70 años de ese acontecimiento.
La Segunda Guerra Mundial había llegado a su fin. Como acordaron las potencias victoriosas en la Conferencia de Yalta y en el Acuerdo de Potsdam, 14 millones de alemanes fueron expulsados de las provincias orientales a partir de 1945. La mayoría de los desplazados que llegaron a Alemania occidental, entre ellos 6 millones de católicos, vivían en condiciones inhumanas en búnkeres o campos de refugiados. El sufrimiento de los desplazados le recordó al padre van Straaten la historia de la Natividad, cuando no había sitio en la posada para la Sagrada Familia.
El joven sacerdote apeló a la conciencia de sus compañeros cristianos en Bélgica y los Países Bajos, exhortándolos a amar a sus enemigos y al prójimo. En un famoso artículo titulado “No hay lugar en la posada”, escrito para la edición navideña de 1947 de la revista de la Abadía de Tongerlo, en Bélgica, invitó a hacer un gesto de reconciliación a los lugareños que todavía mantenían el luto por los parientes asesinados por los alemanes. Algo increíble sucedió: la respuesta al artículo fue abrumadora y provocó una ola de donaciones entre los habitantes.
El nombre “Werenfried” significa “guerrero de la paz”, y esto se convirtió en la misión del sacerdote. En 1948, Werenfried consiguió donaciones de tocino de los granjeros flamencos, una iniciativa que tuvo un gran éxito y le dio el apodo de “Padre Tocino”. Luego, en 1950, exactamente diez 10 después de la masacre de Vinkt, viajó al pueblo para predicar.
En sus memorias, el padre Werenfried escribió que le preocupaba predicar aquel sermón: “Nunca he sido temeroso, pero en ese momento tenía miedo”. Ciertamente, tenía motivos, considerando que el resentimiento y el odio en los corazones del pueblo aún no habían sido vencidos. La mayoría de las víctimas tenía 89 años, la más joven 13. Casi todas las familias habían sufrido una pérdida.
Escribió: “Viajé a Vinkt un día antes, para hacer un balance de la situación. Llegué a la casa parroquial el sábado por la tarde”. Consternado, el sacerdote levantó las manos y exclamó: “No funcionará, Padre, el pueblo no lo quiere. Están diciendo: ‘¿Qué? ¿Este sacerdote viene a pedir ayuda para los alemanes? ¿Para esa gente despreciable que mató a nuestros hombres y niños? ¡Nunca! Ningún alma viviente vendrá a escuchar su discurso. Puede predicar a sillas vacías si quiere. Y debería considerarse afortunado de ser sacerdote. ¡Si no, le daríamos una paliza!’
“¿Qué se suponía que debía hacer? Después de discutirlo con el sacerdote, decidí preparar el discurso de esa noche y predicar el domingo en todas las misas. Para sorpresa de todos, estuve en el púlpito a la mañana siguiente predicando durante quince minutos sobre el amor. Fue el sermón más difícil que di en toda mi vida, pero funcionó”.
“Cuando estaba dando las gracias después de la misa y la iglesia ya estaba completamente vacía —¡porque las personas se avergüenzan de mostrar lo buenas que son!—, una mujer se acercó tímidamente. En silencio, me dio 1.000 francos y se fue antes de que pudiera preguntarle nada. Afortunadamente, el sacerdote salía de la sacristía y la vio alejarse. Me dijo que era una humilde campesina y que su marido, su hijo y su hermano fueron asesinados por los alemanes en 1940. Ella fue la primera”, recordó Werenfried..
“Esa noche, la sala de reuniones estaba llena. Hablé durante dos horas sobre la desesperante situación de los sacerdotes y la desolación de sus fieles. No les rogué por tocino, dinero ni ropa. Solo les rogué por amor y al final les pregunté si querían rezar conmigo por sus hermanos que sufrían en Alemania. Rezaron con lágrimas en los ojos. A las 11 de la noche, cuando ya estaba oscuro y nadie podía reconocerlos, vinieron uno tras otro a la casa parroquial para entregar sobres con 100 francos, con 500 francos, con una carta. Y a la mañana siguiente, antes de irme, volvieron a la casa parroquial (…) Me dieron 17 sobres con dinero. Transfirieron dinero a mi cuenta. Recolectaron tocino. Adoptaron a un sacerdote alemán. ¡Eso fue Vinkt! ¡Los seres humanos son mejores de lo que pensamos!”.
Werenfried van Straaten se dio cuenta de que la paz y la reconciliación nunca volverían al mundo mientras el odio siguiera vivo en los corazones de la gente. Escribió: “Todos navegamos en un barco, y ese barco se llama Europa. Si tiene una pérdida, todo lo demás se vuelve irrelevante. Y Europa la tiene. Así que ahora todos tenemos que arremangarnos y empezar a quitar el agua, de lo contrario nos hundiremos, no importa de qué lado estemos”. Y continuó: “Ni la bomba atómica ni el Plan Marshall nos salvarán, solo una verdadera vida cristiana. Solo a través del amor, la esencia de un cristiano, puede restaurarse el orden”.
—Volker Niggewöhner