Entrevista con religiosa secuestrada en Malí ahora libre
EN ENTREVISTA CON AYUDA A LA IGLESIA QUE SUFRE, la hermana Gloria Cecilia Narváez, liberada el pasado mes de octubre en Malí, habló de su labor misionera, de su cautiverio y de su compromiso de ser un testimonio vivo.
La hermana Gloria dijo: “Las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada están en Malí desde hace más de 25 años. Una de nuestras principales preocupaciones es la capacitación de las mujeres, con especial énfasis en la alfabetización, porque en ese país la educación es prácticamente inexistente para ellas.” Para ello, se enseña a las mujeres locales técnicas básicas de agricultura y costura, para que poco a poco puedan independizarse y ser autosuficientes.
La hermana colombiana dice que los profesionales de la salud les apoyan para enseñar a las madres y a los padres qué hacer en caso de embarazo. Esto afectó tanto a los hombres “que incluso vinieron a pedirnos ayuda para que les enseñáramos a hacer las tareas domésticas y a cuidar de sus hijos pequeños en caso de que las mujeres murieran”.
En Malí y otros países africanos, la muerte durante el parto o pocos días después es habitual. “Los padres nos confiaron el cuidado de sus bebés, lo que hicimos con mucho gusto, pero conseguimos que los padres se comprometieran con sus hijos, los visitaran con frecuencia y pasaran más tiempo con ellos”, explica la misionera colombiana.
En la cultura maliense no hay prisa, no se mira el reloj, y las Hermanas Franciscanas de María Inmaculada lo asimilaron perfectamente, poniéndose a disposición y pasando tiempo con la gente y hablando con ella. Se reunían con ellos a cualquier hora del día o de la noche, les escuchaban, intentaban ayudarles con sus problemas, les enseñaban a tratar las pequeñas dolencias de los niños. Incluso planificaban veladas, organizando obras de teatro, espectáculos de canto y baile, a los que también asistían algunos jefes de aldeas musulmanas. En Malí, cerca del 90% de la población es musulmana.
La hermana Gloria vivía en el norte del país: “No había puertas cerradas, ni muros. Las familias las acogían en sus casas y compartían la comida con ellas. Al final del Ramadán, por ejemplo, se les invitaba a celebrarlo en sus casas y siempre había cordialidad” dijo la hermana.
Durante su largo cautiverio, en el que fue víctima de graves abusos, tuvo tiempo de reflexionar sobre muchas cosas, como su trabajo como misionera, y acabó dándose cuenta de que su secuestro supuso una verdadera oportunidad: “Fue el momento que Dios me dio para ver mi vida, confrontar mi respuesta a Él… una especie de éxodo”.
En este éxodo, la acompañó el ejemplo de San Francisco a través de la oración de paz, la alegría perfecta y la bendición para todos. Incluso cuando era maltratada, se acordaba del santo: “Considera esto como una gracia”.
Cada nuevo día era una nueva oportunidad para dar gracias a Dios por la vida, en medio de tantas dificultades y peligros. “Cómo no alabarte, bendecirte y darte gracias, Dios mío, porque me has llenado de paz ante los insultos y los maltratos”. Apreciaba cada pequeña cosa, por insignificante que pareciera, decía.
En cuanto al sufrimiento, recordaba a menudo las enseñanzas de la fundadora de su orden, la beata Caridad Brader, “calla para que Dios te defienda”, y las de su propia madre, Rosa Argoty, “sé siempre serena, Gloria, sé siempre serena”. El legado familiar en ella es muy fuerte; citando de nuevo a su madre, cuando estaba cautiva, también decía que había que mantener la calma: “Si alguien es una cerilla, no seas una vela”. Lo repetía como un simple homenaje a su madre, fallecida el año pasado.
Incluso cuando la golpeaban sin motivo o porque rezaba, se decía a sí misma: “Dios mío, es duro estar encadenada y recibir golpes, pero vivo este momento tal y como me lo presentas… Y a pesar de todo, no quisiera que ninguno de estos hombres (sus captores) sufriera daño”.
A veces sentía la necesidad de alejarse un poco del campo donde estaba retenida para alabar al Todopoderoso en voz alta. Cuando lo hacía, recitaba algunos salmos, así como algunas oraciones de San Francisco.
Una vez, uno de los líderes del grupo que la vigilaba se enfadó, golpeándola e insultándola a ella y a Dios. Le dijo: “A ver si ese Dios te saca de aquí”. A la hermana Gloria se le quiebra la voz cuando lo recuerda: “Me habló con palabras muy fuertes, muy feas. Mi alma se estremeció ante lo que esta persona decía, mientras los otros guardias se reían a carcajadas de los insultos. Me acerqué a él y le dije con toda seriedad: ‘Mire jefe, por favor, muestre más respeto a nuestro Dios; Él es el Creador, y me duele mucho que hable de Él de esa manera'”. Entonces, los captores se miraron fijamente, como conmovidos por la fuerza de esta sencilla pero contundente afirmación, y uno de ellos dijo “Tiene razón. No habléis así de su Dios”. Y se callaron.
La misionera está segura de que, al menos en cinco ocasiones, Dios o la Santísima Virgen intervinieron para protegerla. En una ocasión, por ejemplo, una gran víbora dio varias vueltas alrededor del lugar donde dormía sin acercarse a ella; en otra ocasión, un guardia muy grande y fornido se interpuso de repente en el camino de otro hombre que iba a cortarle las venas.
La hermana Gloria estaba retenida con otras dos mujeres, una musulmana y otra protestante. En su trabajo como misionera, la hermana Gloria vivía la tolerancia y el respeto a los demás, consciente de que eso era esencial para realizar su labor: “Si respetamos la libertad de los demás para vivir su religión, podremos recibir ese mismo respeto”.
Sin embargo, no recibió ningún respeto cuando fue secuestrada. Pero su cautiverio le brindó la oportunidad de defender con firmeza su fe, dijo a la ACN: “Me pedían que repitiera trozos de oraciones musulmanas, que llevara prendas de estilo islámico, pero siempre dejé claro que había nacido en la fe católica, que me había criado en esa religión, y que por nada del mundo cambiaría eso, aunque me costara la vida”, algo que estuvo a punto de ocurrir en varias ocasiones.
Si durante cuatro años y ocho meses el afecto de muchos quedó en suspenso, ahora la hermana Gloria recibe afecto allá donde va, una muestra de la ternura de Dios a través de las personas. Puede caminar por los pasillos del convento en Colombia donde se formó como religiosa, y puede sentir que el amor que recibe de la gente es fundamental para la recuperación gradual de su paz interior. Con el testimonio contundente de su fe, hace un llamamiento, “a ser constante, a seguir rezando, a no cansarse”.
Por último, esta monja de voz serena y mirada tranquila no duda un instante en afirmar que volvería cuanto antes a la misión, “a África o a donde Dios quiera”. Porque cree que ella y sus compañeras están llamadas a atender todas las necesidades de los hermanos que más sufren y a “convertir sus comunidades en un trocito de cielo”, como les insistió su fundadora, la beata Caridad.
—Hernán Dario Cadena