Burkina Faso: Navidad, con más de un millón de refugiados internos

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BARTOLOMÉ, PADRE DE SIETE HIJOS, nació en Dablo, en el norte de Burkina Faso. Era un simple campesino y tenía varios tipos de ganado. Su familia vivía en paz. Aunque los cristianos eran una minoría en Dablo, había una capilla católica, y en 2013 también se construyó una casa parroquial. Fue un momento histórico para toda la comunidad cristiana, porque por fin era posible que los sacerdotes acudieran allí y ayudaran a los ocho catequistas que atendían a la comunidad.

Dablo está situada en una región del país extremadamente pobre y afectada por la sequía, en la que las cosechas son escasas debido a la escasez de lluvias, pero cuando se estableció la parroquia no se percibía ningún peligro para los cristianos que vivían allí. “Nuestra vida en Dablo era tranquila. No era fácil, pero sí amistosa y pacífica”, recuerda Bartolomé.

Pero la crisis que se extendía desde el vecino Malí y las incursiones de grupos terroristas yihadistas comenzaron a propagar una forma de islamismo radical que socavó la cohesión social existente. En 2019, los cristianos empezaron a ser objetivo deliberado de los yihadistas con el fin de desestabilizar el país. Los asesinatos, secuestros, intimidaciones y amenazas comenzaron a multiplicarse.

El domingo 12 de mayo de 2019, Bartolomé estaba en misa con su familia. “Los terroristas rodearon la iglesia y entraron por la fuerza, completamente armados, disparando contra nosotros. Mataron a cinco personas, y también al sacerdote. Todavía puedo ver sus caras. Algunos tenían revólveres, otros llevaban barras de acero en las manos”, dijo a Ayuda a la Iglesia que Sufre (ACN).

“Después de eso, arrastraron todo junto, los bancos, los artículos litúrgicos y los libros, en el centro de la iglesia y le prendieron fuego. Ordenaron a todas las mujeres que se cubrieran la cabeza y nos robaron las motos. Salimos corriendo de la iglesia. Solo puedo dar gracias al Señor porque no nos mataron a mí y a mi familia”.

El sacerdote que asesinaron era el padre Simeón Yampa, que había llegado a Dablo en septiembre de 2018. Ese domingo, casualmente, era el del Buen Pastor. Los presentes recordaron cómo su sacerdote, en lugar de huir, intentó mediar, y que eso le costó la vida.

Al día siguiente, la familia huyó, el padre en bicicleta, su mujer, Antoinette Sawadogo, y los niños en un auto. “Tuve que dejar atrás ocho reses, 50 cabras y todas mis gallinas. Todo acabó en manos de los terroristas. Llegamos aquí, a 120 millas (195 km) de Dablo. Vinimos a Uagadugú, porque es donde vive mi hijo mayor. Vino aquí a estudiar y luego se quedó”. Uno de los hermanos de Bartolomé prefirió quedarse en Dablo. Una semana después, los terroristas secuestraron a uno de sus hijos.

Burkina Faso vive desde hace años este tormento silencioso. Es una lenta agonía que ha provocado un éxodo de más de 1,3 millones de refugiados internos.

La mayoría de los que han huido se refugian ahora en campos de desplazados internos o han sido acogidos por parientes u otras familias generosas. Como Bartolomé, los que huyeron tuvieron que abandonarlo todo: alimentos, tierras, ahorros y posesiones. La Iglesia local trabaja para aliviar el sufrimiento de estas personas desarraigadas en todo el país.

Muchos de los refugiados que llegan están temerosos y desesperados. Los equipos parroquiales y sus coordinadores están organizando la ayuda, y las comunidades cristianas de base locales están en contacto directo con los refugiados y los necesitados, también en Uagadugú.

“La situación surgió de forma bastante repentina. No fue fácil para nosotros. Tuvimos que improvisar y organizarnos rápidamente. Intentamos encontrar soluciones para contener la situación y medidas paliativas para aliviar la crisis. Algunos de los refugiados murieron. La mayoría llegó sin nada. Intentamos darles lo que necesitaban, y al menos sobrevivieron. Ahora el futuro está en manos de Dios. Estamos haciendo todo lo que podemos a nuestro nivel, y la parroquia está tratando de proporcionar alimentos, gracias a las donaciones que recibimos”, informa León Emmanuel Baii, uno de los líderes de las pequeñas comunidades locales de base.

“En Burkina, tradicionalmente, el día de Navidad los padres intentaban organizar una fiesta familiar, porque la Navidad es la fiesta de los niños”, explica Bartolomé. “Después de la misa, los padres preparaban platos de arroz y otras cosas y todos nos visitábamos vestidos con nuestras mejores galas. Los niños hacían pesebres que llevaban por todas las casas, cantando y alabando al Señor. Era una fiesta muy bonita”.

Una tradición navideña

¿Cómo van a celebrar esta Navidad en Uagadugú, Dori u Ouahigouya? “Somos una gran familia; vivimos como Dios nos ha enseñado, no solo con los demás católicos, sino aceptando a todos y viviendo en amistad con todos los que nos rodean. Acogemos a todos los que vienen, ya sean católicos, musulmanes, protestantes o animistas, los incluimos a todos tal y como son. Están muy contentos con la acogida que les damos, pero todavía falta algo. No es fácil, siempre hay escasez, porque nosotros mismos no tenemos suficiente para nuestras propias necesidades. Pero lo poco que tenemos lo compartimos con todos ellos”, dice León a la ACN.

En Uagadugú y en todo el país, esta Navidad se caracterizará sin duda por el reflejo del rostro de Cristo en el de nuestros hermanos refugiados. Y los pesebres navideños que los niños llevan de casa en casa recordarán igualmente cómo el Niño Jesús, cuando vino a la tierra, también tuvo que vivir de la caridad de los pastores y otras personas humildes.

Para ver un vídeo grabado en la parroquia de Bartolomé, haz click aquí.

—Maria Lozano