Mientras el COVID-19 vuelve a golpear con fuerza a Zimbabwe, ACN apoya a los agentes de pastoral de la Iglesia
LA REIMPOSICIÓN RECIENTE DE UN NUEVO BLOQUEO POR EL COVID-19 EN ZIMBABWE, ha vuelto a centrar la atención mundial en este afligido país. La necesidad de ayuda es enorme y el número de contagios se ha disparado, hasta 596 nuevos casos y 26 muertes en solo una semana, según declaró el vicepresidente Constantino Chiwenga a mediados de junio. En los últimos meses, Ayuda a la Iglesia que Sufre (ACN) ha podido proporcionar una ayuda continua para luchar contra la pandemia.
Se entregaron fondos para suministrar equipos de protección personal, como máscaras, protectores faciales, guantes de látex, trajes de protección, botas de goma y desinfectantes. Todo este equipamiento permite el trabajo de más de mil doscientos agentes de pastoral —entre sacerdotes, diáconos y religiosos—. Su reto es cubrir el enorme territorio de las ocho diócesis del país. Muchos de los agentes de pastoral se encuentran a menudo en primera línea, prestando ayuda médica y social.
Debido a su posición, Zimbabwe es una puerta de entrada a Botsuana, Zambia, Sudáfrica y Mozambique. Esto afecta, por ejemplo, a la diócesis de Chinhoyi. Se extiende por un vasto territorio de más de 20 mil kilómetros cuadrados, con un total de 142 agentes pastorales (sacerdotes, diáconos permanentes y religiosos y religiosas) que trabajan en escuelas, hospitales, centros pastorales, parroquias y misiones. La zona es vulnerable a las infecciones procedentes de Chirundu, el principal puesto fronterizo con Zambia. También hay mucho movimiento de personas a través de los pasos fronterizos sin licencia en Zambia y Mozambique.
Los agentes de pastoral tienen que cubrir un área enorme también en la diócesis de Masvingo, que abarca unos 20 mil kilómetros cuadrados, dos veces el tamaño de Bélgica. Solo hay 66 sacerdotes, 83 hermanas y dos hermanos, todos ellos dedicados a la labor pastoral y educativa, así como a la enfermería y el trabajo social, que laboran en estrecha colaboración con tres hospitales y cinco clínicas.
Otro reto es el hecho de que la mayor parte del país es rural, habitada por campesinos. En Chinhoyi, de las 21 parroquias, solo seis son urbanas, el resto son parroquias y misiones rurales. Los hospitales están lejos, lo que dificulta el traslado de los pacientes graves. Las complicaciones con otras infecciones graves se deben también a que no se separan los casos de COVID-19 de los demás.
Aún más grande es el entorno rural de la diócesis de Gokwe. Allí, el 100 por ciento de la población se dedica a la agricultura. Por ello, no cuenta con personas que puedan ayudar en situaciones de emergencia. El régimen de lluvias es muy irregular y a menudo da lugar a una cosecha escasa. Muchos viven con lo que tengan para el día. Esta inanición ha expuesto a la gente incluso a contraer diferentes enfermedades como la malaria, ya que la zona está infestada de moscas tse tse y mosquitos, que ya se han cobrado muchas vidas. La situación se ha complicado con la llegada del COVID-19, cuyo virus presenta síntomas similares.
El posterior bloqueo por parte del gobierno dejó a muchas personas desamparadas. Los agentes de pastoral no consiguen alimentos tan fácilmente como antes, porque no pueden llegar a los feligreses que les habían ayudado en el pasado. En otras tres diócesis, Bulawayo, Gweru y Mutare, existen problemas similares.
El epicentro actual de la pandemia es Harare, la capital de Zimbabwe, donde actualmente unos 136 religiosos y religiosas atienden a los enfermos: rezan con ellos, les dan la Extrema Unción, entierran a los muertos y asesoran a las familias en su duelo. Se trata de religiosos de primera línea que se relacionan entre sí y con las comunidades a las que sirven cada día, lo que les hace vulnerables al virus mortal.
“Como nos informó recientemente el arzobispo de Bulawayo, nuestra ayuda llegó justo a tiempo antes de la tercera oleada” de COVID-19, afirma Ulrich Kny, jefe de proyectos de ACN para Zimbabwe. Kny continúa: “En muchos países africanos, la atención médica es completamente inadecuada. La malaria, el sida, el cólera y otras enfermedades están muy extendidas. Si a esta mezcla se añade una pandemia como el COVID-19, el desastre es inevitable. Una catástrofe de este tipo se vislumbraba en algunos países del sur de África a principios de año, cuando la segunda oleada de la pandemia —debida a la propagación de la variante sudafricana del virus— adquirió proporciones cada vez más devastadoras y se cobró más y más vidas, incluidos obispos, sacerdotes, religiosas, catequistas y otros trabajadores laicos de la Iglesia”.
La crisis humanitaria en Zimbabwe ha empeorado en los últimos años, especialmente desde el ciclón Idai en 2019. El país ha experimentado temporalmente tasas de inflación récord del 786 por ciento y en 2020 más de un tercio de la población de 15 millones, seguía dependiendo de la ayuda alimentaria. La Iglesia, a través de sus agentes de pastoral, realiza constantes esfuerzos para llevar consuelo a las personas que sufren.
“Para que las iglesias locales puedan mantener su trabajo pastoral, tenemos que ayudar. Normalmente, en muchas diócesis, damos la llamada ‘ayuda de subsistencia’ a las hermanas y los estipendios de misa a los sacerdotes para contribuir a su sustento y que puedan llevar una vida digna. Pero ahora, no solo la ayuda de subsistencia, sino un subsidio de supervivencia se ha hecho necesario. Los sacerdotes y las hermanas solo pueden seguir sirviendo —visitando a los enfermos, moribundos y necesitados, a los que dependen especialmente de la asistencia espiritual en la soledad del encierro— si ellos mismos están adecuadamente protegidos, por lo que hemos ofrecido nuestra ayuda en varios países a todas las diócesis para la compra de equipos bioseguridad para protección personal”, concluye Kny.
—Danko Kovaceci